martes, 12 de octubre de 2010

EL DR. BOSCH


Pasaban ya de la una de la mañana. Esa hora es muy temprana para la juerga y muy tarde para el descanso. Yo dormía tranquilamente. De pronto, el megáfono alarmó con su mensaje: “Vecinos, hay que desalojar el edificio, hay que desalojar el edificio, hay una fuga de gas”. Pobres vecinos esos de la fuga, pensé. “Los del edificio 21, hay que desalojar, hay una fuga de gas”, repitió la voz metalizada. Y eso ya me caló porque vivo en el 21, justo en el piso 12, el último. Una fuga de gas, eso sí es un peligro. La Leonor y yo nos pusimos pants y tenis y nos dispusimos al frío de la medianoche. Por fortuna hay dos elevadores, recordé medio dormido, el desalojo será tranquilo. Son 48 departamentos, de a tres en promedio, no pasamos de unas 150 almas, calculé. Y bajamos por el elevador de los pisos pares.

Para mi sorpresa abajo no había nadie a la vista. Sólo el del megáfono y uno que otro vecino desorientado o mal alumbrado. El mitote estaba a un costado del edificio. Allí había una treintena de personas murmurando en la penumbra de las débiles luminarias. Laurentina, la administradora del inmueble, al frente del asunto, con su falda de catequista, recta, negra y amplia y el pelo blanco. Bajita, de hablar pausado, Laurentina tenía las riendas de los asuntos comunes del edificio firmemente tomadas en la mano izquierda. Empecé a volver del ensueño y a preguntar por la fuga de gas. Como en todo tema colectivo, cada quien tenía su versión. Pero la fuga no se veía ni escuchaba por ningún lado. Tampoco había el característico olor que le dan al gas para identificar su presencia. Vaya desvelada, pensé, y escuché que se esperaba que llegaran los técnicos del Metrogás.

Me arrimé a donde estaba Lurentina porque seguramente allí estaba el chisme completo. Y sí. En un recoveco de esa ala de la construcción, se veían unos tubos de cobre, muy semejantes a los del gas. Se requería buena vista y mejor ánimo para ver con claridad, enmedio de los dichos y de la oscuridad. Muchos señalaban con el índice el sitio donde se fugaba el gas, otros nomás veíamos y muchos acaso escuchaban. Y los técnicos no llegaban y nuestra diligente administradora no le daba por llamar a Protección Civil, que no hubieran ayudado en mucho, pero no hay como ver uniformes fosforescentes y cascos amarillos para sentir que la presión arterial baja de nivel. Los comentarios colectivos iban en otra dirección, distinta a la de la seguridad: ¿Quién puso ese tubo allí, en un sitio que está prohibido? ¿Qué no saben que todo el gas corre por dentro de las instalaciones y no por fuera? Se buscaba a quien la hizo para que la pagara.

Y esa noche la tenía que pagar Doña Lupita, quien había rentado un local en la planta baja del edificio para abrir un restorán. Laurentina y Lupita eran amigas, habían acordado dejar la tubería de gas mal puesta para no perder más tiempo en abrir el localito. “¿Y el Metrogás?”, me preguntaba hacia las dos de la mañana, ya molesto por tanta confusión. En eso estaba cuando se me acercó el Dr. Bosch, un extrañísimo personaje que vive en el piso 7. Se dice que alguna vez fue médico, que le retiraron la licencia por alcohólico, que es sordo y por eso jamás saluda. Yo lo veo a veces por la mañana cuando él regresa del puesto con su Jornada bajo el brazo, la camisa desfajada para dar mejor lugar a la panza y en unos tenis muy sin usar. Alguna vez le había escuchado un gruñido a modo de saludo. Pero ahora me tenía una sorpresa. Muy al oído me dijo: “¿Ha pensado usted que si algún departamento se está llenando de gas podría explotar y echar abajo esta parte del edificio?” Ora sí me preocupé en forma.

De la nada de la madrugada salió Doña Lupita, me tomó del brazo y me llevó a la parte trasera del edificio, quería mostrarme lo que estaba haciendo para su negocio, un local amplio y en ese momento bien iluminado. “Mire, licenciado, aquí voy a poner la cocina, el tubo de gas que vio afuera sale por aquí, pero no tiene nada todavía, no he contratado el gas, no puede ser que quieran dañar mi negocio sin haberlo abierto”. El enredo empezaba a abrumarme. Era muy tarde para andar de paño de lágrimas. Lo del restorán no era la razón de la fuga de gas. Pero, ¿Cuál fuga entonces? Estaba escuchando a la futura restaurantera cuando llegó la Leonor, que me hacía perdido a esas horas de la noche. “Ya llegaron los técnicos”, me dijo. Y allí vamos de nuevo a donde la bola de gente se mantenía.

Los técnicos eran dos hombrecitos vestidos con uniforme color kaki, con gorra de beisbolista y una botella de plástico de Cloralex, llena de agua jabonosa y con un aspersor en lugar de tapón. “Los técnicos”, me dije, parecen tirabichis. Diligentemente colocaron una escalera, se treparon y empezaron a bañar los tubos de cobre en espera que surgiera alguna burbuja de jabón y descubrir así el lugar de la fuga. “De primer mundo la técnica”, razoné con serenidad. Y el agua chorreaba y el spray seguía y de las burbujas nada. “El Dr. Bosch tiene razón”, me dije autoalarmándome, esto de la fuga puede llegar mucho más lejos que las burbujitas del Metrogás. Los técnicos descienden y rinden el parte: aquí no se fuga nada porque no hay gas. Ruda, escueta, clarísima conclusión. ¿Y por dónde se está tirando el gas? Atiné a preguntar. Puede ser en el interior del edificio, respondió uno de los técnicos, siempre con precisión técnica. “Pues ora sí que nos cargó la Francia”, musité junto a la Leonor, porque son 48 departamentos más pasillos, escaleras, elevadores y demás rincones.

Laurentina, muy en su papel, recabó información suficiente para saber la fuente del rumor de la fuga y hacia las dos y media de la mañana se nos dijo, oficialmente, que el gas estaba tirándose en el 703 y que los técnicos ya andaban por allí. El grupo de desvelados y perturbados había disminuido considerablemente. Pasaron unos minutos más de desconcierto. Al rato bajó Laurentina de nuevo a decirnos que podíamos irnos a descansar, que el desperfecto era en el departamento del Dr. Bosch, que ya estaba cerrada la salida del gas, que como el Dr. no tenía sentido del olfato no se había dado cuenta. Mientras iba en el ascensor me sentí más agobiado por la tomadura de pelo del misterioso personaje que por la desvelada. Bosch no olía, no oía, casi no hablaba, pero esa madrugada tuvo en vilo al vecindario, azuzando además la idea de una explosión fatal, que provendría, casualmente de su propio departamento. Ya lo veré ciego algún día, me dije, llegando a mi cama de nuevo.

3 comentarios:

Miyita dijo...

Sinceramente...no se si matarme de risa, o ayudarlos en la desaparición del Dr. Bosh ¡qué joya de vecinito tienen!.
Abrazos muchos, les deseo mejores noches.

el güilo dijo...

Ese es el del piso 7. Ya te contaré de los demás. Un abrazo.

el güilo dijo...

El primero del 2010 y de muchos más. Enhorabuena!!!!