domingo, 27 de marzo de 2011

LOS LOCOS SOMOS OTRO COSMOS


Este es un relato de Oscar de la Borbolla. Aparece en su libro Las vocales malditas, junto a cuatro relatos màs. Me gustò el uso del lenguaje, de tal manera bien hecho, que sòlo utiliza una vocal en todo el texto:

Los locos somos otro cosmos.

Otto colocó los shocks. Rodolfo mostró los ojos con horror: dos globos rojos, torvos, con poco fósforo como bolsos fofos; combó los hombros, sollozó: "No doctor, no... loco no..."
Sor Socorro lo frotó con yodo: "Pon flojos los codos -rogó-, ponlos como yo. Nosotros no somos ogros." Sor Flor tomó los mohosos polos color corcho ocroso; con gozo comprobó los shocks con los focos: los tronó, brotó polvo con ozono. Rodolfo oró, lloró con dolor: "No doctor Otto, shocks no..." Sor Socorro con monótono rostro colocó los pomos: ocho con formol, dos con bromo, otros con cloro. Rodolfo los nombró doctos, colosos, con dolorosos tonos los honró. Como no los colmó, los provocó: "Son sólo orcos, zorros, lobos. ¡Monos roñosos!" Sor Flor, con frondoso dorso, lo tomó por los hombros; sor Socorro lo coronó como robot con hosco gorro con plomos. Rodolfo con fogoso horror dobló los codos, forzó todos los poros, chocó con los pomos, los volcó; soltó tosco trompón, sor Socorro rodó como tronco. "¡Pronto, doctor Otto! -convocó sor Flor-. ¡Pronto con cloroformo! ¡Yo lo cojo!..." Rodolfo, lloroso con mocos, los confrontó como toro bronco; tomó rojo pomo, gordo como porrón. Sor Flor sonó como gong, rodó como trompo, zozobró.Otto, solo con Rodolfo, rogó como follón, rogó con dolo: "Rodolfo... don Rodolfo, yo lo conozco... como doctor no gozo con los shocks; son lo forzoso. Los propongo con hondo dolor... Yo lloro por todos los locos, con shocks los compongo...

-No, doctor. No -sopló ronco Rodolfo-. Los shocks no son modos. Los locos no somos pollos. Los shocks son como hornos; son potros con motor, sonoros como coros o como cornos... No, doctor Otto, los shocks no son forzosos, son sólo poco costosos, son lo cómodo, lo no moroso, lo pronto... Doctor, los locos sólo somos otro cosmos, con otros otoños, con otro sol. No somos lo morboso; sólo somos lo otro, lo no ortodoxo. Otro horóscopo nos tocó, otro polvo nos formó los ojos, como formó los olmos o los osos o los chopos o los hongos. Todos somos colonos, sólo colonos. Nosotros somos los locos, otros son loros, otros, topos o zoólogos o, como vosotros, ontólogos. Yo no los compongo con shocks, no los troncho, no los rompo, no los normo...

Rodolfo monologó con honroso modo: probó, comprobó, cómo los locos sólo son lo otro. Otto, sordo como todo ortodoxo, no lo oyó, lo tomó por tonto; trocó todos los pros, los borró; sólo lo soportó por follón: obró con dolo. Rodolfo no lo notó. Otto rondó los pomos, tomó dos con cloroformo, como molotovs los botó. Rodolfo con los ojos rotos mostró los rojos hombros; notó poco dolor, borrosos los contornos, gordos los codos; flotó. Con horroroso torzón rodó con hondo sopor. Rodolfo soñó. Soñó con rocs, con blondos gnomos, con pomposos tronos, con pozos con oro, con foros boscosos con olorosos lotos. Todo lo tocó: los olmos con cocos, los conos con oporto rojo, los bongós con tonos como Fox Trot. Otto lo forró con tosco cordón, lo sofocó. Rodolfo sólo roncó. Sor Socorro tornó con poco color. Sor Flor con bochorno tomó ron: "Oh, doctor -lloró-, oh, oh, nos dobló con sonoro trompón." Otto contó cómo lo controló.

-Otto, pospón los shocks -rogó sor Socorro.
-No, no los pospongo. Loco o no, yo lo jodo. No soporto los rollos... Pronto, ponlo con gorro.
-¿Cómo, doctor -notó sor Flor-, ocho volts?
-No, no sólo ocho. ¡Todos los volts! Yo no sólo drogo, yo domo... Lo domo o lo corrompo como bonzo.
-¡Oh no, doctor Otto!, como bonzo no.
-¡Cómo no, sor Socorro!
Nosotros no somos tórtolos o mocosos; somos los doctos... ¡Ojo, sor Socorro! No soporto los complots... Otto con morbo soltó todos los volts, los prolongó con gozo. Sor Socorro con sonrojo sollozó. Sor Flor oró por Rodolfo. Rodolfo roló como mono, tronó como mosco. Otto lo nombró: "Don gorgojo", "loco roñoso", "golfo". Rodolfo zozobró con sonso momo. Otto cortó los shocks.

martes, 22 de marzo de 2011

CUANDO NI LOS PERROS LADRAN


Llegò hasta mi redacciòn este cuento. Lo publico porque me gustò, espero que compartan el gusto.

CUANDO NI LOS PERROS LADRAN

Víctor Hugo de Lafuente

“La única razón para dejar a una mujer
es que le ponga a uno los cuernos”
Mi tío Alfredo

Todo mundo en el apacible pueblo de Arivechi sabía que a Carlos Peralta le ponían los cuernos con un comprador de ganado. Lo sabía el apacible Carlos, quien por una sinrazón propia del sentido común aparentaba ignorarlo. Es cierto que el carácter fuerte y la presencia dominante de María Eugenia, su mujer, se antojaba como el mayor obstáculo que el marido afectado enfrentaba para siquiera pensar hilvanadamente el tema. Mujer guapa, de hablar fuerte y directo, la Maru –como era más conocida- había tomado el timón de su casa y de su vida el mismo día que Carlos prefirió ser abarrotero en vez de cultivar las tierras que le dejó su padre.

Pero los hombres serranos, como son los de Arivechi, no dilapidan su tiempo discutiendo sobre la infidelidad femenina. Este es un asunto resuelto moralmente resuelto, de una vez y para siempre. Dos o tres tiros bien puestos finiquitaban invariablemente el problema, fuera por muerte de la adúltera, del amante o de ambos. El Juez de la región, fuereño y solidario, mantenía en el más oscuro rincón de sus archivos cualquier expediente relacionado con estos temas y los hombres ofendidos levantaban de nuevo la frente, sin mayor ornamenta que el sombrero y sin mayor culpa que haberse equivocado de esposa.

Pero Carlos Peralta parecía ajeno a la vida de la sierra, como nacido en algún sitio por debajo de los cuatrocientos metros sobre el nivel medio del mar, donde la calidez costeña hubiera adormecido su corazón. Su trabajo de abarrotero de medio mayoreo lo llevaba a recorrer los pueblos cercanos, donde consumía su tiempo en largas charlas con los clientes. Cerraba nuevos tratos, levantaba pedidos y llenaba formularios mientras la parsimonia del monte mezclaba los vapores de la taza de café con el humo de los Delicados sin filtro.

En el pueblo se decía que esta extraña vocación de Carlos por las veredas y terracerías era en realidad una fuga eterna de un hogar sin hijos, sin amor y sin tierras. Con su Dodge de tres cuartos de tonelada lamiendo lomeríos y cañadas el comerciante gastaba buena parte de la semana. Mientras, la Maru, en una versión perversa de Penélope, en lugar de distraer la soledad tejiendo y destejiendo infinitos bordados, preparaba las ausencias del marido enhebrando un minucioso rosario de actividades previas a cada viaje, en una especie de anuncio de la próxima partida de Carlos. Lo hacía con esmero, pacientemente, y no faltó quien pensara que con tristeza.

Bastaba ver a la Maru en el ajetreo de la casa para saber la hora de partida de su marido. La ropa recién planchada encontraba su sitio en la maleta de lona, los afeites se acomodaban cerca de los medicamentos y las novelas de Marcial Lafuente se apilaban con las sandalias de noche, a la espera de la luz centelleante de las lámparas de gas en las casas de huésped frecuentadas por el abarrotero.

El ganadero a quien la mujer amaba a trasmano entraba y salía de la casa de los Peralta como Juan lo haría en la suya, con la diferencia que aquél llegaba sólo de noche. La Ford beige, con el fierro grabado en las puertas, se deslizaba a oscuras por un costado de la construcción, con precisión y confianza. Tantos meses de visitas furtivas habían transcurrido que ya ni los perros ladraban. El hombre cruzaba el patio y su voz gruesa llenaba de inmediato la casa, la algarabía se instalaba en la cocina acompañando la cena y los extendidos falsetes del visitante acallaban los cancioneros radiofónicos. Lentamente, al ritmo de la vida en un pueblo ganadero, las luces se iban apagando, mientras los murmullos y risas recorrían las habitaciones hasta reposar en la recámara principal.

Los detalles de este ritual, donde a la despedida de Carlos sucedía la bienvenida al amante, recorrían como colibrí los mentideros y confesionarios de Arivechi, encendiendo rubores y pasiones propias de beatas y abandonadas, despertando aletargados sentimientos con la devastadora puya de los celos. Nadie entendía el proceder de Carlos ni sabía con seguridad si su silencio nacía de la ignorancia, de la tolerancia o del hastío. Muy pronto se sabría que no provenía de ninguno de estos rumbos. Sus prolongadas ausencias acrecentaban las incertidumbres y afirmaban la certeza entre los hombres serranos que algo debía hacerse para detener el ridículo colectivo.

La iniciativa llegó de Ramón Buitimea, un indio mayo avecindado en la sierra sonorense. Ramón, vecino de los Peralta, marido de una media hermana de Carlos, padecía los rumores del pueblo como propios aunque vinieran de casa ajena. Pasaba las noches mascullando maldiciones mientras el coraje hacía desequilibrios con su natural discreción. La hermana de Carlos Peralta prefería el silencio, alegando impotencia para resolver el drama y esa era quizá la única razón por la cual Ramón se mantenía callado.

Pero, a decir de algunos abstemios, no hay mejor amigo de la indiscreción que un buen trago. Y en la cantina de Arivechi, sobre los picos de las botellas de cerveza revoloteaba de mesa en mesa el chisme de la Maru. Los parientes y amigos de Carlos urdían afanados los posibles remedios, repetían nombres de los posibles encargados de ponerlos, pero siembre se atascaban en la mejor manera de hablarlo con el ofendido.

Una tarde de octubre, Buitimea se apareció por la cantina para cerrar un trato y vender bien sus becerros ese invierno. Se recargó con pesadumbre sobre la barra y pidió una Tecate, pero antes que el bote llegó a su mano la culata de una escuadra .32, automática.
-Vamos diciéndole a Carlos Peralta que se deje de pendejadas, no vayan a pensar que todos somos como él. Dijo el espontáneo, en voz baja, buscando complicidad.
-Diciéndole qué, Chapo, repuso Buitimea mientras un trago helado resbalaba por el nudo recién formado en su garganta.
- Las puterías de su vieja, deletreó el Chapo para que la frase calara.
- Esas ya las sabe, hombre –reveló sorpresivamente Ramón, lo trabajoso es que las crea.

El indio, grandote y prieto, se llevó a un rincón de la cantina su cerveza, a donde empezaron a rodearlo aquellos hombres de la sierra en busca del refrendo de su propia virilidad mediante el socorrido recurso de acabar con la de otro.

Y antes que el frío arreciara y las salidas de ganado a la frontera se vinieran encima, Ramón convenció a Carlos de al menos cerciorarse de los rumores que arriaban un drama. Le propuso fingir una salida para espiar a la Maru. Lo convenció de una forma por demás extraña: le prometió regalarle un pié de cría Hereford si el ganadero no llegaba antes de las nueve da la noche del día planeado. A su vez, Carlos echaría mano de la escuadra .32 en caso contrario.

Así se inició el ritual de aquella semana, donde a la perversidad de la mujer se sumaba ahora la de su marido, quien miraba con un detenimiento semejante al arrobo los movimientos de su esposa. Carlos apreció la delicadeza femenina en la confección de su equipaje y, conmovido, estuvo tentado a suspender el operativo, a tal punto que la Maru creyó que Carlos no saldría sino hasta otro día.

Ramón comió esa tarde en casa de los Peralta para asegurar el éxito de sus diligencias, mostrándole a Carlos relámpagos del pavón de la pistola escondida bajo el suéter. Hacia las cuatro de la tarde subieron ilusiones y equipaje a la Dodge y enfilaron a San José, donde compraría bacanora para montar una posta a resguardo del frío y de la impaciencia. Esperaron el anochecer en el recodo de un arroyo cercano, donde el alcohol empezó a distender los finos ligamentos de la cordura, soltando al azar sentimientos exaltados y orillando decisiones comprometidas.

Poco tiempo después que Venus se plantara en el firmamento, la Dodge se acomodó, oscura y silenciosa, tras el enorme sauce llorón de la casa de los Buitimea. Minutos después de las ocho y media Carlos acariciaba la pistola con el descuido de quien la sabe inútil. La bebida había afirmado los sentimientos y pulido las decisiones, de manera que cuando las luces del pick up beige perforaron la bruma del patio de su casa, Carlos no pensó dos veces fajarse el arma al cinto.
- Ahí está, te lo dije. Murmuró Ramón, triunfante.
Carlos no respondió, había enmudecido al sentir un revoltijo en las entrañas. Percibió cómo el bacanora lo abandonaba rápidamente a su suerte de abarrotero.
El ganadero entró por la puerta de siempre, con la misma alegría de quien recibe una herencia.
- Entras y te lo chingas luego luego, sin averiguar, sentenció el indio, observando a contraluz con el corazón agitado.
A Carlos se le encimó la vida. Con su calma habitual bajo del carro y caminó hacia el pórtico de su casa. Cuando llegó a la puerta no sacó las llaves ni la pistola. Los amantes se disponían a cenar. Carlos, en un momento extremo de tensión tocó la puerta de su propia casa. Lo hizo con fuerza, eso sí.
- ¿Qué chingados quieren? Preguntó el ganadero a voz en cuello.
El revoltijo de entrañas se anudo en el pecho de Carlos y con una voz apagada, como venida de los lejanos parajes que visitaba, contestó tambaleante desde el pórtico:
-¿No compran tamales? Y sin esperar respuesta se retiró.
Al menos así consta en el expediente de divorcio que integró el Juez de la región.

viernes, 18 de marzo de 2011

LA ENTREGA


Aviones extranjeros nos espían y amenazan. Policías extranjeros deciden cuánta sangre demanda el imperio. Débiles por nacimiento y desarrollo, los que lucen el poder cierran el carnaval tirando máscaras y tapujos e informan que están voluntariamente sometidos a un designio superior.

El Breve planteó, es su solitaria ilegitimidad, una guerra que lo asentara en el trono, soñando que sabía lo que eran sus alas. Asistido por los vecinos norteños en semejante lance, Felipe soltó las tropas federales a combatir un enemigo rápido y furiosamente armado por el propio Felipe. Quién lo iba a pensar.

Poco menos de cuarenta mil cruces buscan hoy nombre y epígrafe. Lenta, inevitable, horrorosamente vivimos la gran mentira detrás de la infame cruzada militar. Se dijo a los pobladores que aguantaran las balas, que todo era por la patria. Y detrás de la patria se festinaba una entrega, se regalaban armas al malevo enemigo y se arrodillaban al imperio los albaceas de la nación.

73 años atrás, el General Lázaro Cárdenas canceló la vida en suelo mexicano a las sanguijuelas extranjeras, hinchadas de nuestro petróleo. Ahora, una tribu aislada y depredadora, suscribe con tinta negra los papeles que abren el nuevo camino a los bichos e hipotecan el erario petrolero. La sangre encauza un río tan caudaloso como el del gran soborno.

Lo dijo Mrs. Green, la silla presidencial está reservada. Lo comentó Cardona, viviendo como colonia la soberanía se vuelve suntuosa. Pero nadie abre el expediente fatal, el que Calderón no sobreviviría: traición a la patria.

Sencillo, nadie de la farándula política quedaría vivo. Ausente la patria de sus mentes, los arrendatarios de curules y señoríos sacrifican su ocio jugando al pan y queso. Autistas voluntarios de la vida que nos mata, viven su comodato buscando el siguiente proveedor. Y ninguno más oportuno que El Presidente.

En semejante paz porfiriana las palabras nación y soberanía suenan a pueblos lejanos, más bien pobres. La medida de la traición está impresa en moneda extranjera. Petróleo, patria y pueblo no coinciden con las siglas del dólar.

¿Qué narguiles nos atan en este opio ensoñador?

Viva la patria, viva México.

miércoles, 2 de marzo de 2011

REIR LLORANDO



Viendo a Garrick, actor de la Inglaterra,
el pueblo al aplaudirlo le decía:
Eres el más gracioso de la tierra y el más feliz.
Y el cómico reía.

Víctimas del spleen los altos lores,
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores
y cambiaban su spleen en carcajadas.

Una vez ante un médico famoso,
llegose un hombre de mirar sombrío:
-Sufro -le dijo- un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.

Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte;
en un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única pasión la de la muerte.

-Viajad y os distaeréis. -Tanto he viajado
-Las lecturas buscad -Tanto he leido-
Que os ame una mujer - ¡Si soy amado!
-Un título adquirid -Noble he nacido.

¿Pobre seréis quizá? -Tengo riquezas
- ¿De lisonjas gustáis ? - ¡Tantas escucho!
-¿Que tenéis de familia?...-Mis tristezas
-¿Vais a los cementerios?... -Mucho, mucho.

¿De vuestra vida actual tenéis testigos?
- Sí, mas no dejo que me impongan yugos;
yo les llamo a los muertos mis amigos;
y les llamo a los vivos mis verdugos.

-Me deja- agrega el médico -perplejo
vuestro mal, y no debo acobardaros;
Tomad hoy por receta este consejo:
sólo viendo a Garrick podéis curaros.

-¿A Garrick ? -Sí, a Garrick...La más remisa
y austera sociedad lo busca ansiosa;
todo aquel que lo ve muere de risa;
¡tiene una gracia artística asombrosa !

-Y a mí me hará reir?-Ah, sí, os lo juro !;
él, sí, nada más él...Mas qué os inquieta?...
-Así -dijo el enfermo -no me curo:
¡Yo soy Garrick ! Cambiádme la receta.

¡Cúantos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reir como el autor suicida
sin encontrar para su mal remedio!

¡Ay ! ¡ Cuántas veces al reír se llora!..
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora
el alma llora cuando el rostro rie!

Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestras plantas pisa
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.

El carnaval del mundo engaña tanto;
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto
y también a llorar con carcajadas.

Juan de Dios Peza