lunes, 23 de marzo de 2009

Jaime Sabines (1926 - 1999)

Adán y Eva I

Estábamos en el paraíso. En el paraíso no ocurre nunca nada. No nos conocíamos. Eva, levántate.
Tengo amor, sueño, hambre. ¿Amaneció?
Es de día, pero aún hay estrellas. El sol viene de lejos hacia nosotros y empiezan a galopar los árboles.
Escucha.
Yo quiero morder tu quijada. Ven. Estoy desnuda, macerada, y huelo a ti.
Adán fue hacia ella y la tomó. Y parecía que los dos se habían metido en un río muy ancho, y que jugaban con el agua hasta el cuello, y reían, mientras pequeños peces equivocados les mordían las piernas.

IV
Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden. ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas?

Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas.

¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles?

Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo.

Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día.

Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca.

¿Por qué nos separaron?  Me haces falta para andar, para ver, como un tercer ojo, como otro pie que sólo yo sé que tuve.

Jaime Sabines 

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