domingo, 10 de marzo de 2013

EL MERCADO HABLA

Una nota de Krugman que deja ver la sustancia negra que vincula a los mercados y sus sacerdotes con los efectos desastrosos de las malas decisiones públicas.

El mercado habla
Paul Krugman

Hace cuatro años, cuando un presidente recién elegido emprendía sus esfuerzos por rescatar la economía y reforzar la red de seguridad social, los expertos económicos conservadores —personas que afirmaban que entendían los mercados y sabían cómo satisfacerlos— advertían sobre un desastre financiero inminente. Los valores, declaraban, se desplomarían, mientras que los tipos de interés se dispararían.

Hasta un repaso superficial de los titulares de entonces arroja un dictamen sombrío tras otro. “El radicalismo de Obama está matando el Dow Jones”, insinuaba un artículo de opinión de Michael Boskin, que fue asesor económico de los dos presidentes Bush. “El regreso de los legisladores estadounidenses partidarios de la disciplina”, declaraba The Wall Street Journal, al tiempo que advertía de que los “vigilantes de los bonos” pronto harían subir la rentabilidad de los bonos del Tesoro hasta unas alturas destructivas.

Y, cómo no, el índice Dow Jones ha alcanzado esta semana máximos históricos, mientras que la rentabilidad actual de los bonos soberanos estadounidenses a 10 años está aproximadamente a la mitad de lo que estaba cuando The Journal publicó aquel tocho.

Vale, cualquiera hace un mal pronóstico alguna vez que otra. Pero estas predicciones tienen una importancia especial, y no solo porque las personas que las hicieron hayan tenido un historial de errores tan notable durante estos últimos años.

No, lo realmente importante de estos malos pronósticos en concreto es que provenían de personas que constantemente invocan la posible cólera de los mercados como razón por la que debemos seguir sus consejos políticos. No intenten proteger a los estadounidenses sin seguro, nos decían; si lo hacen, socavarán la confianza de las empresas y el mercado bursátil se vendrá abajo. No intenten reformar Wall Street, o siquiera criticar sus abusos; herirán los sentimientos de los plutócratas y eso provocará el hundimiento de los mercados. No intenten combatir el paro con más gasto público; si lo hacen, los tipos de interés se pondrán por las nubes.

Y, por supuesto, reduzcan drásticamente la Seguridad Social, Medicare y Medicaid ahora mismo, o los mercados los castigarán por su osadía.

Por cierto, no me refiero solo a la derecha dura; un número considerable de centristas autoproclamados juegan a ese mismo juego. Por ejemplo, hace dos años, Erskine Bowles y Alan Simpson nos advertían de que debíamos esperar un ataque de los vigilantes de los bonos en un plazo de, digamos, dos años, a menos que adoptásemos, lo han adivinado, el plan de Simpson-Bowles.
De modo que lo que los malos pronósticos nos dicen es que, de hecho, tenemos ante nosotros a unos sacerdotes que exigen sacrificios humanos para apaciguar a sus dioses iracundos, pero que en realidad no saben a ciencia cierta qué es lo que esos dioses realmente quieren y simplemente están proyectando sus propias preferencias a la supuesta mentalidad del mercado.

Entonces, ¿qué nos están diciendo realmente los mercados?

Ojalá pudiera decir que todo son buenas noticias, pero no es así. Esos tipos de interés bajos son el signo de una economía que dista mucho de estar recuperada de la crisis financiera de 2008, mientras que el precio elevado de las acciones no debería ser motivo de celebración; es, en gran medida, el reflejo de una desconexión cada vez mayor entre la productividad y los salarios.

La historia de los tipos de interés es bastante simple. Como algunos de nosotros llevamos cuatro años o más intentando explicar, la crisis financiera y el estallido de la burbuja inmobiliaria dieron pie a una situación en la que casi todos los principales actores económicos intentaban saldar sus deudas simultáneamente gastando menos de lo que ingresaban. Dado que mi gasto es su ingreso y su ingreso es mi gasto, esto se traduce en una economía profundamente deprimida. También se traduce en unos tipos de interés bajos, porque otra forma de ver nuestra situación es, hablando en términos generales, que ahora mismo todo el mundo quiere ahorrar y nadie quiere invertir. Así que estamos inundados de ahorros deseados que no tienen adónde ir, y ese excedente de ahorro está reduciendo el coste de los préstamos.

En estas condiciones, por supuesto, el Gobierno debería hacer caso omiso de su déficit a corto plazo y aumentar el gasto para estimular la economía. Desgraciadamente, los responsables políticos se sienten intimidados por estos falsos sacerdotes, que los han convencido de que deben adoptar medidas de austeridad o enfrentarse a la ira de los invisibles dioses del mercado.

Mientras tanto, en lo que respecta al mercado bursátil, las acciones están altas en parte porque la rentabilidad de los bonos está muy baja y los inversores tienen que poner su dinero en algún sitio. También es verdad, no obstante, que aunque la economía sigue profundamente deprimida, los beneficios empresariales han experimentado una recuperación considerable. ¡Y eso es malo! No solo porque los trabajadores no consiguen recoger los frutos del aumento de su productividad, sino también porque cientos de miles de millones de dólares se están acumulando en las tesorerías de unas empresas que, frente a la escasa demanda de los consumidores, no ven ningún motivo para poner esos dólares a trabajar.

Paul Krugman, premio Nobel de 2008, es profesor de Economía en Princeton.

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